Una vez los cristianos se sentían gozosos y agradecidos por haber recibido el don de la fe. Se sentían liberados y renacidos. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que los cristianos, perseguidos en Jerusalén, huían a otros países y allí anunciaban la “buena noticia” de Cristo; contagiaban su fe.
Centenares de mártires daban testimonio público de su fe cristiana y con valor se exponían a la cárcel, a la expropiación y a la muerte. La fe cristiana, aunque perseguida por el Imperio romano, y criticada por filósofos griegos, en poco tiempo iba penetrando y conquistando la cultura griega y romana, sin armas ni violencia.
La doctrina cristiana parecía una antorcha que iba disipando las tinieblas del paganismo: el culto a los ídolos y a los emperadores, la práctica de la esclavitud y los espectáculos sangrientos de los gladiadores. La doctrina cristiana iba amansando y asentando las tribus guerreras que irrumpían amenazadoras desde los países germánicos y eslavos, enseñándoles la vida urbana y el cultivo del trigo.
Cientos de jóvenes mujeres dejaban las vanidades del mundo y consagraban su virginidad a Cristo en las comunidades monásticas. Los monjes, con “paciencia benedictina”, transcribían los antiguos escritos griegos y latinos, salvando de la destrucción la cultura clásica. Y bajo el patrocinio de los papas iban naciendo las primeras Universidades. Grandes misioneros dejaban su país y viajaban a regiones lejanas para llevar el evangelio a otras culturas, haciéndolas partícipes de su fe: Patricio en Irlanda, Bonifacio en Alemania, Cirilo y Metodio en Eslovaquia, Francisco Javier en Japón, Bartolomé Las Casas en Chiapas y Guatemala.
Hombres y mujeres, impulsados por la caridad de Cristo, fueron abriendo los primeros hospitales: Isabel de Hungría, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de Paúl. Y aun hoy cuántos miles de religiosas atienden con amor a huérfanos, ancianos y enfermos. Hombres de ciencia, como Galileo, Pascal, Mendel o Lemaître, no vieron ninguna oposición entre su sincera fe cristiana y sus descubrimientos científicos.
En todos los tiempos mentes brillantes y personalidades recias se rendían ante la luz del Evangelio, ante la belleza de la fe cristiana: Pablo de Tarso, Basilio de Cesarea, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Paul Claudel. El Cristianismo inspiró grandemente las artes (arquitectura, escultura y pintura, música y literatura), que hoy llenan ciudades y museos, y son la admiración de los turistas.
El cristianismo, siguiendo la tradición judía, difundió en el mundo la práctica del descanso semanal el día domingo, para que los hombres no se esclavicen al trabajo y cultiven su dimensión trascendente como personas humanas.
El cristianismo, tras el ejemplo de Jesús, que trató con amor y respeto a toda clase de personas (niños y mujeres, pobres, enfermos y extranjeros), ha ido imponiendo el principio de la igual dignidad de toda persona humana.
El cristianismo ha predicado el más absoluto respeto a la vida humana, condenando el aborto y el infanticidio, frecuentes entre los pueblos paganos, defendiendo así los derechos de los pequeños e indefensos.
El cristianismo ha valorado la belleza del matrimonio monogámico e indisoluble, dignificando de ese modo la figura de la mujer ante el varón y defendiendo la paridad de sus derechos.
El cristianismo ha predicado en todo tiempo la paz y la fraternidad entre los hombres y las naciones, condenando guerras, prepotencias y tiranías.
¿Cuánto habrá contribuido el Cristianismo a la salud física y psíquica de las poblaciones mandando evitar todo vicio: alcohol, tabaco, droga y prostitución?¿Quién puede negar que el ejemplo y la doctrina de Jesús hayan propuesto y difundido la moral más pura y noble, la del Evangelio, la del “sermón de la montaña”?
¿Qué nos pasa, pues, ahora? ¿Por qué se ha desatado ese incomprensible vandalismo contra los templos cristianos? ¿Por qué a los mismos fieles les da vergüenza manifestar la propia fe y defender los valores que los han ennoblecido durante dos mil años? ¿Por qué grupos de mal entendidos izquierdismo y feminismo abanderan prácticas anti-vida como son el aborto, la eutanasia, las parejas del mismo sexo, como si fueran libertad, derechos y progreso? ¿Volvemos al paganismo, a las prácticas supersticiosas, a la barbarie, al irrespeto de los valores de nuestra civilización? ¿Por qué, sobre todo, los ultrajes a la misma persona de Jesús y de María, las personas más santas que han pisado este planeta Tierra?
Yo, tú, aquél y el otro (incluso de la jerarquía eclesiástica)… posiblemente somos débiles e incoherentes con la doctrina y la moral cristianas; pero la doctrina, la moral y la liturgia cristianas en sí mismas son luminosas, son santas. No arriesguemos a luchar contra ellas; no seamos masoquistas. Hace unos años leí una frase atribuida a Napoleón Bonaparte quien, después de perseguir a la Iglesia y mantener prisionero al papa Pío VII, una vez vencido y desterrado en la isla de Santa Elena, confesó: “Los imperios caen, los tronos se derrumban, sólo la Iglesia sigue adelante”. También las ideologías caen, no hay duda.
P. Sergio Checchi s.d.b.